La historia es conocida: Jesse James, bandolero que asoló bancos y diligencias del lejano oeste fue asesinado a traición por uno de los miembros de su banda.

Así es; Robert Ford cumplió su sueño de inmortalidad, pero del lado negro de la historia.

El culto popular venera en la leyenda a Jesse James como a cualquier hombre de valor; su asesino quedó asociado para siempre a la palabra cobardía.

Así las cosas, la película de Andrew Dominik empieza narrando en off lo que va a suceder, y al ir anticipando el argumento, nos deja libres de disfrutar lo que realmente importa: la forma que ha elegido para contarnos el lejano oeste.

En este western que desborda melancolía, el oeste norteamericano es una tierra alucinada, un territorio vasto, duro y hermoso a medio camino entre la soledad y la pesadilla, con casas perdidas entre una inmensidad y otra, y tipos a caballo que aparecen de la nada y las más de las veces meten miedo.

El narrador en off ayuda a componer el clima. Nos guía por la historia con palabras que recuerdan aquella literatura épica de héroes polvorientos y solitarios que nos cautivaba cuando éramos chicos. Así se nos describe a Jesse James al comienzo del relato:

Ya estaba en su edad madura y vivía en una casa pequeña en la Avenida Woodland. Se instalaba en una silla mecedora y fumaba un habano en las noches mientras su esposa se limpiaba las manos y le hablaba alegremente de sus dos hijos.

Sus hijos conocían sus piernas y el picor de su bigote contra sus mejillas. Ellos no sabían cómo se ganaba la vida ni por qué se mudaban tanto. Ni siquiera conocían el nombre de su papá. En el directorio de la ciudad figuraba como Thomas Howard. Iba a todos lados sin que lo reconocieran y comía con tenderos y comerciantes de la ciudad llamándose a sí mismo ganadero o inversionista; alguien rico y desocupado que se llevaba con cualquiera.

Tenía dos hoyos de bala en el pecho que no habían sanado y otro en el muslo. Le faltaba el final del dedo cordial izquierdo y tenía cuidado de que nadie viera esa mutilación. También tenía una aflicción que llamaban «párpados granulados», que lo hacía parpadear más de lo común, como si la realidad le pareciera difícil de aceptar.

Los cuartos se calentaban estando él presente: la lluvia caía más derecha, los relojes iban más despacio, los sonidos se amplificaban.

Se consideraba fiel al Sur y un guerrillero en una guerra civil que nunca acabó. No se arrepentía de sus robos ni de los 17 asesinatos que se atribuía. Había pasado otro verano en Kansas City, Missouri y el 5 de septiembre, en 1881 tenía 34 años.»

Y todo acompaña la atmósfera de agonía. Los actores, la música, algunas escenas para el recuerdo, como el asalto al tren nocturno, la mesa y el sillón en el jardín, los lentos y temibles paseos a caballo llevando en la retaguardia a Jesse James.

Así es el paisaje por el que nuestros ojos se deslizan durante las casi tres horas del relato: un paraje áspero y entrañable enclavado en el recuerdo. Una tierra insomne que se dispone a dejarse matar, mientras al mismo tiempo se resiste a morir.


Fandango Un grupo de egresados al que se le viene encima el futuro raja al desierto en un último viaje antes de que la vida los separe. Tienen que encontrar a Don. Es imprescindible encontrar a Don antes de resignarse a la vida adulta.

Así la recuerdo: un fresco americano sobre la deliciosa estupidez de ser joven; el desenfreno y el exceso que sellan la camaradería.

Contra un paisaje majestuoso, un fandango improbable, músicos en la glorieta del pueblo y la noche que clausura el fugaz milagro de la amistad. De fondo, bajo los focos de la plaza, suena una de las canciones más lindas del mundo.

Salud. A la salud de Don.

Blind Faith – Can’t find my way home


The MatadorUn killer al borde del ataque de nervios entabla una relación casual en México con un vendedor yanqui de paso por el país. ¿Hacia dónde se dirige una trama de este tipo? O a una suma de lugares comunes, o – como en este caso – a una cálida película de tono menor.

Pierce Brosnan se agranda paso a paso. Ya es el actor después del actor. No sólo compuso el mejor James Bond de la historia, sino que en sus posteriores trabajos, cada vez que puede la emprende con su demolición.

Lo hizo mostrando el costado siniestro de un servicio británico en «El sastre de Panamá», y vuelve a lograrlo en los zapatos de Julian Noble, un «facilitador de fatalidades» que acerca su vida a un punto de inflexión.

El Noble de Brosnan es un tipo peligroso, sí, pero de esos a los que invitarías a un almuerzo para que te cuente qué tan bueno es matar.

En la segunda pata en la que se apoya el film está Greg Kinnear. Kinnear de seguro pasará a la historia como «el vecino gay de JackNicholson en Mejor Imposible», y no como «el vendedor amigo de Brosnan en The Matador», y es una pena. Hollywood y el Oscar pagan las morisquetas y el estereotipo extrovertido, y no el sutil trabajo de un actor.

Que es lo que parece haberles pedido el director Richard Shepards:«A ver, muchachos: vos sos un asesino, y vos un vendedor. Conversen de modo tal que yo me lo crea y le entren ganas de participar al espectador «.

Completa el trípode actoral Hope Davis, la esposa de Kinnear en la ficción. Del ama de casa que crea para la película; de sus matices, uno empieza a entender que Shepard es un gran director. Alguien que quiere a sus personajes, y les regala la posibilidad de por lo menos un momento grande en una película chica.

Ahí radica el fuerte de The Matador. Entre lo sórdido y el disparate, la narración va siendo modelada por los diálogos, los gestos y las ceremonias en la que se cimenta cualquier amistad. En lo que significa juntarse para ir a la cancha – o a ver a los toros -, los sinceramientos dolorosos y el riesgo de la incomprensión.

En la música que se pone a las tres de la mañana en una casa de familia, mientras afuera hace un frío de nieve y adentro da para reírse todavía un rato, bailar en medio de la borrachera, y regalarse si es posible un whisky más.


Soy contemporáneo de Los Peces Gordos, pero no los escuché tocar. Esas cosas: vas posponiendo la salida, «al próximo concierto voy seguro», el tiempo pasa, la banda se disuelve.

Un día vino mi hija menor tarareando una canción con letra muy bonita, y me pidió «que le consiguiera el disco de Los Peces Gordos para que le pudiera copiar la letra». El disco ya estaba agotado, y no lo volvieron a editar.

Hoy, como quien googlea, googleé a Los Peces Gordos, y por esos vericuetos que sólo internet conoce encontré aquel disco original. Se llama «Corazón de Blues». La mayoría de los temas me recuerda a Memphis La Bluesera, salvo por esta canción, que es la que me tarareó la nena aquella tarde.

A ella va dedicada, música de alegría para construir una futura nostalgia.

Los Peces Gordos – Para mí


Falú en vivo - Vendóme - Francia Odio el folklore. Lo odio por las mismas razones que le tengo bronca al tango y cada vez me gusta menos el rock.

No me gusta la condescendencia de la actitud. Eso que en el rock es «aguante» y en el tango es trozar la música a fuerza de martillar con la voz el acento, y que en el folklore es berrear a los gritos una chacarera, para traducir «la fuerza de la tierra».

Detesto la «actitud» con la misma fuerza con la que amo a los virtuosos. Y una de las suertes de ser tucumano, es ser coterráneo de Juan Falú, un monstruo que nos devuelve las ganas de escuchar esa música que tanto han maltratado los conservadores y los populistas.

Falú no toca la guitarra: le acaricia las cuerdas; no sé qué les hace que les arranca una dulzura que podría conmover hasta a un recaudador de la AFIP.

Este disco registra el concierto que Falú diera en el Festival Internacional de Guitarra de Vendòme, Francia en 2001.

En sus propias palabras: «a casi 40 años de mi primer registro en estudio, tenía en mis manos y oidos un concierto en vivo, con interpretaciones a gusto y correctamente grabado. […] En este CD aparece registrado el concierto de Vendòme tal como fue, sin la más mínima modificación en estudio. Allí están las improvisaciones, las frases o períodos musicales inventados – principalmente en introducciones o interludios -, alguna nota atrasada producto de las dubitaciones que a veces deparan las propias improvisaciones, y hasta las afinaciones de cuerda al aire durante la interpretación».

Al disco lo compré en el Hall del Teatro Alberdi, a la salida del concierto que Falú y Moguilevsky dieron – ¡con entrada gratuita! – el domingo por la noche. Es de sólo guitarra, y en algunos casos voz, como un agregado natural.

Justo la noche anterior había estado en el mismo teatro Alfredo Casero, arengando en su experimendo: «tienen que salir de acá esta noche convencidos de hacer algo a favor de la hermosura».

Para que después digan que las casualidades no existen.